martes, 7 de abril de 2015

"Resiliencia": relato ganador Concurso de Relato Corto 8 de marzo

RESILIENCIA.


Naturaleza, cerro, tierra, fuego, ritual, hikuri, nudos, cantos, velas, ofrendas, sanación, cielo, águila, señal, paisaje, aprendizaje, pintura, ruidos, tres, miedo, armas, NUDOS, tensión, lágrimas tatuadas, falos, cicatriz, la muerte, LA VIDA: elementos presenciando la acción violenta.

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Es curioso cómo una simple decisión puede marcar el resto de tu vida y cómo una acción vivida en un determinado instante es suficiente para modificar tu percepción de la misma. Pero aún más curioso resulta el hecho de que el ser humano tenga el poder de curar sus heridas, de asumir con flexibilidad ciertas situaciones límite y sobreponerse a ellas. Estoy segura de que todos los seres vivos luchamos continuamente por vivir, ¿quién no lo quiere hacer? Y aún cuando pensamos que todo se ha acabado, que no puede arreglarse y no encontramos la razón por la que seguir, continuamos: abrimos nuestros pulmones y caminamos de nuevo. 

Tendemos a idealizarlo todo, a pensar que el futuro será mejor de lo que es ahora nuestro presente en lugar de vivir con intensidad lo que ahora está ocurriendo alrededor de nosotros; y creo que no hay mayor error que el de imaginar en lugar de vivir. Tomo el pasado como aprendizaje e intento desvincularme de recuerdos, de cosas que ya fueron y que no tiene sentido seguir viviendo en el presente; el futuro, sin embargo, intento que no esté entre mis planes. 

Hace tiempo escribí una líneas como pretexto para ilustrar la historia de una venadita que construía unas alas decidida a marcharse, a aprender de otras situaciones, a vivir bajo nuevos parámetros, a descontextualizarse. Lo cierto es que, en el momento en que escribí esa historia deseaba irme, tenía una de esas corazonadas (la "intuición femenina" que llaman) que me estaba dando aviso de la necesidad de cambio. Llegado el momento, cogí al coraje de la mano y nunca me soltó hasta el regreso. Hasta que no llegué a Latinoamérica no supe que el aire tenía cuerpo, que la luna vivía acompañada de un conejo y que el color podía bailar y hacer cosquillas a las almas. Si algo he aprendido en ese viaje es a vivir aún con mayor intensidad, a agradecerle a la vida.


Sin embargo, lo que también aprendí en ese viaje fue a ser consciente desde primera fila de las contrastantes desigualdades de la mujer en la sociedad, a la cual se le impone ciertos roles aprehendidos culturalmente por ambos sexos. Me daba la sensación de que hubiera sido construido entre todos un sólido muro donde el sexo (hombre-mujer) y el género (masculino-femenino) se habían entendido como términos separatistas que dejaban a la sociedad aislada, enfrentada, sumisa ante lo aprehendido. ¿Acaso no se podía demoler el muro y deambular en una zona cero, neutra e igualitaristas? 

Aprendí en ese país que las mujeres en la calle son mudas, ciegas y sordas; con el afán de no destacar entre ellas, si es que acaso mi fisonomía no hablaba ya de por sí, me volví una más, aprendiendo a caminar sin hablar, sin mirar y sin escuchar como ellas. Salir a la calle suponía una suerte de ritual, donde debía de asegurarme que estaba mentalmente preparada para escuchar chiflidos, piropos, pitidos desde los autos y algún que otro pretendiente espontáneo; ante estas situaciones me limitaba a deambular con rostro neutro y, en alguno de los casos, a agradecer con una mueca para "no ofender" al galán de turno. Entendí que la mujer debe agradecer que le sean recordadas sus cualidades físicas y que debe viajar en un vagón indicado bajo el lema "ingreso preferente a mujeres", como una suerte de zona libre de varones poetas. 

Un domingo conocí el lado oscuro de las almas y supe que el diablo no llora más que tinta. En media hora viví la conquista de tres hombres sobre mi cuerpo, tres falos conquistándolo violentamente, marcando como animales su autoritarismo; siempre pensé que ese acto les hacía existir. No me avergüenza contar que fui violada, porque puedo contarlo, nunca se animaron a disparar el gatillo, a tirarme por el cerro o a llevarme con ellos como me amenazaron durante la agresión. Lo cierto es que nunca me han temblado las piernas como aquel día, nunca he saludado a la muerte tan de cerca. No me animo a olvidar ese trozo del pasado, ya que el hecho de recordarlo cada día me hace permanecer con los pies en la tierra, vivir con mayor intensidad y entender por qué respiro.

En el trámite burocrático que siguió a la agresión viví de la mano de la incertidumbre, de la duda, del cuestionamiento ante todo lo que me rodeaba; comencé a percibir de forma más crítica las situaciones sociales que me rodeaban y entendí, más que nunca, que la mujer no es vista ni escuchada en la medida en que se hace con el hombre. Conocí historias más cruentas que la vivida, siempre protagonizadas por hombres déspotas, castigadores, que utilizaban su falo como arma opresora, dañando y marcando el cuerpo ajeno. 

Ha sido un proceso relativamente lento el hecho de lograr desvincularme del rol pasivo de víctima que venía arrastrando; tuvieron que pasar meses hasta que fui totalmente consciente de la lucha que aún está por llevarse a cabo en materia de igualdad y libertades: de carácter sexual y reproductiva, de desempeño socio-cultural, de lucha contra la violencia de género... de cuestionar el concepto de género como violento en sí mismo y una invención oportunista para relegarnos a un segundo plano.

Ésta es una historia de lucha, de transformación, de cómo me convertí en mujer guerrera.

Autora: Ester Gandía Martínez, ganadora del II Concurso de Relato Corto "8 de marzo".



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